«Non nobis, Domine, non nobis, sed nNomini tuo da gloriam».
Retrocedamos en el tiempo, sumidos en nostálgico sueño, para despertar en la sagrada tierra de Jerusalén, a punto de extasiarnos en la contemplación de cómo el sol da vida con su luz a las iglesias cristianas, a las mezquitas árabes y a las sinagogas judías, testimonio todas ellas de un verdadero Cielo Universal.
El rey Balduino II está sentado en su trono mirando con gesto complaciente al caballero que, entre sonidos de hierro y clarines, ha hecho crujir las losas de piedra al clavar su rodilla en tierra. Es una mañana de primavera del año de gracia de 1118 y el caballero que permanece con la cabeza inclinada se llama Hugo de Payns. Tras él, brillan los ojos acerados de Godofredo de Saint Omer, y unos pasos más atrás hay otros siete caballeros que llevan su nombre escrito en el filo de sus espadas: Godofredo Bisoi, Godofredo Roval, Pagano de Mont Didier, Archembaldo de St. Amaud, Andrés de Montbard, Fulco d’Angers y Hugo I, conde de Champagne[1].
Tal vez este fue el origen de la misteriosa Orden del Temple, que tomó su nombre, según dicen, de su primer lugar de residencia: justo encima de las caballerizas del antiguo templo de Salomón. El objetivo aparente de la orden en la ciudad del Santo Sepulcro era «velar por su seguridad en los caminos y las carreteras, cuidando de modo especial de la protección de los peregrinos». No sabemos cómo y de qué manera nueve caballeros tan solo iban a proteger a las riadas de peregrinos que llegaban a Jerusalén, en aquel entonces, ocupada por los musulmanes e infestada de bandidos y salteadores de caminos, pues lo cierto es que durante los nueve años siguientes no admitieron ni a un solo caballero más en la orden ni tampoco ninguno se dio de baja en aquellos años. Por otro lado, se sabe que Teocletes, sumo sacerdotes de los nazarenos juanistas, instruyó a Hugo de Payns en la verídica historia de Jesús y del cristianismo primitivo, y posteriormente otros dignatarios le iniciaron en sus misterios. Todo esto, como veremos más adelante, hace sospechar que el verdadero objetivo de la orden era de otro tipo y que, por supuesto, debía estar velado a los ojos de los profanos.
En cuanto al nombre de templum –y no es de extrañar que Hugo de Payns fuera instruido también en esto– significó primero el espacio libre del cielo entero, considerado para servir a las observaciones del augur, quien lo subdividía entonces, según los ritos, trazando con su bastón o varita diferentes líneas en el aire (de donde viene el verbo contemplar). Por analogía se aplicó templum para designar las grandes extensiones, como la del mar, la del cielo, y hasta la del mundo entero. Luego pasó templum a significar el espacio circunscrito, trazado por el augur, aunque fuera en el suelo o en la tierra, ya para examinar el templum del cielo, ya con otro fin sagrado cualquiera. Y, por última extensión, significó templum un edificio consagrado, notable por su magnificencia, con sus dependencias, bosque sagrado, etc.
Tendrían que transcurrir diez años para que san Bernardo, que era sobrino de Andrés de Montbard, estableciera las reglas de la orden. Estas les imponían castidad, pobreza y obediencia. No debían mirar demasiado rostro de mujer, ni «besar hembra; ni viuda, ni doncella, ni madre, ni hermana, ni tía, ni ninguna otra mujer». Vestían manto blanco distinguido con una cruz potenzada roja sobre el hombro, y en combate llevaban armadura bajo el hábito. Su pelo debía ser corto y llevar barba hirsuta. Rezaban las horas canónicas, y en sus comidas, de alimentos sencillos y con mesa común, tenían lecturas espirituales. En la guerra no abandonaban nunca a un compañero, ni rehusaban el combate aunque el enemigo fuese tres veces superior, y no podían ser rescatados: «ni un céntimo, ni un tapiz, ni una pulgada de tierra» habría de abonarse. Solo les estaba permitida la caza del león. Cuando morían se les sepultaba en fosa sin ataúd, dejando el cadáver boca abajo. Su regla prescribía que comiesen carne tres días a la semana, y comiendo dos en un mismo plato, pero usando cada cual su cantarilla de vino aparte. La ración del caballero que moría debía distribuirse durante cuarenta días entre los pobres. Debían llevar camisa de lana, mas en Palestina (debido al calor) podían llevar una de lienzo desde Pascua hasta el Día de Todos los Santos, y su lecho se componía de un jergón, un colchón y una manta, con sábanas de tela vellosa, durmiendo con camisa y calzoncillos.
Al aproximarse la batalla, se armaban de fe en lo interior y de hierro en lo exterior, acometiendo impetuosamente al enemigo con la confianza del que está seguro de alcanzar la victoria o la muerte heroica. Al decir de san Bernardo: «Este Caballero de Cristo es un cruzado permanente comprometido en un doble combate: contra la carne y la sangre, y contra las potencias espirituales en los cielos. Avanza sin miedo, ese caballero que está en guardia a derecha e izquierda. Ha cubierto su pecho con la cota de malla, y su alma con la armadura de la fe. Provisto de esas dos defensas no teme a hombres ni a demonios. Avanzad con tranquilidad, caballeros, y capturad con corazón intrépido a los enemigos de la cruz de Cristo: de su caridad, vosotros estad seguros; ni la muerte ni la vida podrán separaros de él… ¡Qué glorioso es vuestro retorno de vencedor en el combate! ¡Qué bienaventurada es vuestra muerte de mártir en el combate!».
Estos «pobres soldados de Cristo», estos monjes guerreros, eran los cuadros permanentes de las hordas amorfas que acudían en cada Cruzada. Colocados en la vanguardia de todos los ataques y en la retaguardia de todas las retiradas, embarazados por la incompetencia o las rivalidades de los príncipes que mandaban estos ejércitos improvisados, perdieron en el lapso de dos siglos más de 20.000 hombres en los campos de batalla. Si alguno de ellos por algún motivo no se portaba con valor en el combate, o con menos del que debía, le imponían una dura disciplina. Le quitaban la capa con la cruz, que es señal de caballería, y era echado de la compañía de los demás; comía en la tierra sin servilleta por espacio de un año; si los perros le molestaban, no podía espantarlos. Al cabo del año era sometido de nuevo a juicio por el Maestre y los otros caballeros, y podía ser perdonado o penado nuevamente.
Pasaremos ahora a relatar algunos hechos de armas de esta Orden del Temple, cuyo número de integrantes aumentó de manera prodigiosa en un espacio de tiempo relativamente corto:
«Estamos ahora en Gaza, desde donde vemos partir a marchas forzadas a ochenta templarios que acuden a la llamada del rey Balduino IV. El 22 de noviembre de 1177 el rey de diecisiete años, contando ya con los ochenta templarios y otros cuatrocientos veinte caballeros, obtiene contra los treinta mil mamelucos del sultán Saladino una de las más brillantes victorias de las cruzadas». Y también asistimos al sitio de San Juan de Acre para, con letras de sangre, escribir su caída en las páginas de la Historia:
«El Maestre del Temple, Guillermo de Beaujeu, fue muerto en combate y Juan de Villiers, Maestre del Hospital, herido gravemente. La ciudad fue tomada, pero no en su totalidad. Desde el mar, a bordo de varios navíos que se dirigían a Chipre, los sobrevivientes de ese fatídico día oyeron el grito de despedida de los templarios que surgía del último bastión de los defensores, coronado todavía por una gran tela blanca herida en su centro con una cruz roja. Cegado el sultán Al-Ashraf por querer tomar el convento de los templarios, ofreció a estos una capitulación honrosa. Unos cien mamelucos, aproximadamente, entraron en la torre, rompieron lo pactado y atacaron a las damas que allí se refugiaban. Los caballeros del Temple, con dolor y con rabia, desenvainaron sus espadas y masacraron a los mamelucos. Luego, cerraron las puertas y el sitio continuó.
Otra vez el sultán Al-Ashraf hizo al mariscal del Temple promesas honorables a condición de que él se rindiera personalmente en su tienda. Una vez allí, el sultán ordenó decapitar al mariscal y a todos sus acompañantes. Al ver eso, los templarios que habían permanecido en la torre juraron, con lágrimas en los ojos, que resistirían hasta el último momento. Y así fue.
El sultán hizo minar la base de la torre, y el 28 de mayo realizó el asalto final. La torre cedió y sepultó en los escombros, con los últimos templarios, a los mamelucos que participaban en el ataque: «El Templo de Jerusalén tuvo para sus funerales dos mil cadáveres turcos» (René Grouset).
La toma de San Juan de Acre por los musulmanes cerró a los templarios las puertas de la tierra por la que siempre habían luchado. Vinieron a Europa, pero no como huéspedes, sino como verdaderos amos. De la pobreza inicial, del tiempo en que dos caballeros montaban un solo caballo, pasaron a tener 9000 encomiendas (granjas y casas rurales) y un ejército de 30.000 caballeros con, además, sus escuderos y sirvientes, artesanos y albañiles. Poseían más de medio centenar de castillos, una flota propia de barcos con puertos privados y una banca internacional, en la que manejaban pagarés, letras de cambio, cheques…
En París, incluso, llegaron a poseer los patrones de pesas y medidas, o sea, el control de la moneda y el cambio. Su reputación era tan grande que el rey de Francia era deudor del Temple, y las joyas de la Corona de Aragón estaban bajo su custodia; incluso los árabes mostraron su estima hacia estos nobles caballeros atestiguando que la garantía del Temple bastaba para la concertación de tratados establecidos entre cristianos y musulmanes. «Los caballeros eran hombres piadosos, que aprobaban la fidelidad a la palabra dada», declara Ibn-al-Athir. Ousama también rinde homenaje a su espíritu tolerante y afirma que los templarios reservaron en su territorio, en Jerusalén, una mezquita en la que los musulmanes podían orar libremente. Tal era el carácter de aquellos caballeros: abierto y tolerante para los demás, y fuertemente disciplinado para consigo mismos; pero siempre, en ambas ocasiones, resaltaba de manera omnipresente su firmeza y seguridad.
Vinieron, pues, a Europa y fueron acogidos con los más altos honores por nobles, reyes y hasta por el mismísimo Papa. Ya en 1139 habían conseguido mediante bula papal la total exclusión de la jurisprudencia, de forma que nunca tuvieron que rendir cuentas ni a reyes ni a obispos, solo al Papa. Se convertían así en un Estado dentro de los Estados, y una Iglesia dentro de la Iglesia. Viajaban por el mundo sin pagar impuestos, tributos ni peajes y, además, les estaba permitido recolectar dinero una vez al año en todas las iglesias de Occidente.
Es un error creer que la orden de los templarios no se declaró contra el dogma católico hasta sus últimos tiempos, pues desde un principio fue herética en el sentido que la Iglesia da a esta palabra. La cruz roja sobre manto blanco simbolizaba, como entre los iniciados de los demás países, los cuatro puntos cardinales del universo[2]. Cuando más tarde comenzaron las persecuciones, hubieron de reunirse los templarios muy secretamente en la sala capitular, y para mayor seguridad, en cuevas o chozas levantadas en medio de los bosques, con objeto de practicar las ceremonias propias de su institución, al paso que en las capillas públicas celebraban el culto católico. Incluso, en algunas ocasiones, no aceptaron ciertas decisiones tomadas por el Papa (que por aquel entonces aún no era infalible) y, por ejemplo, en 1143 los templarios de Inglaterra recogen e inhuman en tierra cristiana el cuerpo de Godofredo de Mandeville, conde de Essex, que murió excomulgado. Y este caso no es único. Por otra parte, en una época donde el nombre del papa Silvestre II era tachado de «maldito» y excluido de la lista de papas (en su lugar se colocaba el del ilustre desconocido Agapito), los templarios celebraban piadosamente su memoria[3].
Quizá sea brusco hablar ahora de la caída de los templarios; quizá pueda parecer desagradable comenzar a narrar la «historia negra» que condujo a la disolución de la orden. Pero más violento fue el amanecer de un día otoñal de 1307 cuando en Francia fueron arrestados 15.000 caballeros templarios sin previo aviso y sin otra razón que la fuerza del mandato real de Felipe el Hermoso. Los cargos eran herejía, ritos blasfemos como escupir y pisar la cruz en las iniciaciones de caballeros, sodomía, adoración de falsos ídolos demoníacos como el Bafomet, etc.
Cuando los templarios se enteraron de estas acusaciones, pidieron que se esclarecieran los hechos: tan seguros estaban de su inocencia. Pero los fuertes interrogatorios y, cómo no, las torturas, se encargaron de minar esa seguridad: «He sido tan torturado –dice el templario albigense Bernardo del Vado–, tan preguntado y tan mantenido al fuego, que las carnes de mis talones han sido completamente quemadas y los huesos se me han caído poco después. Sí, he reconocido algunos de estos errores, lo confieso, he rogado encarecidamente al borgoñón Aimery de Villiers-le-Duc, pero era bajo los efectos de la tortura. ¡Ah! Si tuviera que ser quemado cedería, pues tengo demasiado miedo a la muerte». Se podrían multiplicar las citas, pero los gritos del corazón tan sinceros con los que los templarios explicaron la razón de sus confesiones justifican las retractaciones.
Durante siete años, cientos de templarios fueron torturados y quemados, pero lo cierto es que nunca se descubrieron documentos secretos de la orden, ni pruebas que demostraran la existencia de tales herejías. En los concilios que se congregaron para juzgar su causa fueron absueltos en su mayoría: Londres (Inglaterra), Maguncia (Alemania), Rávena (Italia), Tarragona (Reino de Aragón), Salamanca (Reino de Castilla, León y Portugal). Tan solo en París, en el Concilio Senonense se juzgó y decidió que algunos fuesen despedidos de la orden; otros, puestos en libertad después de cumplir la penitencia que se les había impuesto; otros, encarcelados y otros aun emparedados; algunos de ellos fueron entregados a la justicia seglar, donde eran quemados. Dice Bernardo Guido, obispo de Lodove: «En el año del Señor de 1310, a 6 de mayo, por el arzobispo senonense y sus sufragáneos congregados en París a Concilio Provincial, fueron juzgados y sentenciados los templarios, y por sus propias confesiones como impenitentes en su profana y nefanda profesión, fueron entregados al brazo seglar y quemados públicamente; pero con todo eso hubo una cosa admirable y particular que fue que todos y cada uno de ellos, retractaron las confesiones que antes habían hecho en juicio, diciendo que ellos habían confesado lo falso, sin dar otra causa para ello solo que la violencia y miedo de los tormentos les habían obligado a decir contra sí tales cosas». De todas formas, a pesar de no tener pruebas directas y veraces sobre las que respaldar las acusaciones, la hora del Temple había sonado.
En el Concilio General de Vienne, el papa Clemente V disolvió la orden al tiempo que perdonaba a pecadores «arrepentidos», y condenaba y perseguía a otros no tan inclinados al arrepentimiento[4]. En este mismo concilio se decidió que los bienes que antes pertenecían a los templarios fueran aplicados y concedidos con ciertas condiciones y pactos a la Orden del Hospital de Jerusalén de San Juan, a excepción de los Reinos de Castilla, Portugal, Aragón y Mallorca, que estaban obligados a pelear contra los árabes y defender las fronteras.
Ni una sola lanza templaria se levantó en contra de aquella injusta sentencia. Ni una sola espada fue desenvainada para liberar al último Gran Maestre de la orden, Jacques de Molay. Tras siete años de torturas y privaciones, el ilustre prisionero fue conducido al Islote de los Judíos, en medio del Sena, donde ya se había levantado la pira que tendría que iluminar la noche. Era el 19 de marzo de 1314 y el espectáculo estaba servido. Jacques de Molay y sus dos compañeros tuvieron que aguantar toda clase de insultos mientras eran conducidos al suplicio por la guardia real. A su alrededor, la gente se apiñaba para ver a los aliados de Satán, aquellos que comían niños crudos y realizaban actos sacrílegos. Tal vez, pensaba la muchedumbre, usarían los poderes que el diablo les había otorgado para salvarse… Sí, tal vez hoy podrían presenciar algo extraordinario…
Y así fue: el público no quedó defraudado, porque el Gran Maestre afrontó la muerte con una serenidad y entereza extraordinarias. En cuanto vio el fuego preparado, se despojó de sus ropas sin vacilación y proclamó con voz fuerte y clara que él era culpable porque había sido débil y había cedido por miedo a los tormentos, pero la Orden del Temple, «su orden», era completamente inocente de los cargos que se le imputaban. Luego, se puso en camino totalmente desnudo, con presteza y buena cara, sin temblar en absoluto aunque muchos le zarandearon y empujaron. Antes de atarlo al poste, dijo a sus verdugos: «Al menos dejadme juntar un poco las manos, pues este es el momento propicio. Voy a morir pronto; Dios sabe que es equivocadamente. La desdicha vivirá con los que nos condenan sin justicia. Muero con esta convicción. A ustedes, señores, vuelvan mi cara hacia Notre-Dame, se lo ruego». Su petición fue atendida y la muerte le envolvió con su manto tan dulcemente que todos quedaron asombrados.
Y este fue el final. Las diversas órdenes militares de la época acogieron en su seno a los caballeros templarios que solicitaban su ingreso y, al menos de forma aparente, todo quedó en nada.
Desde entonces y hasta nuestros días, muchos se han declarado como los legítimos sucesores de la cercenada orden y se han llegado a celebrar, incluso, ceremonias de ordenación templaria[5]. Sobre la presunta filiación de los actuales caballeros templarios dice Wilcke: «Los actuales caballeros templarios de París pretenden descender directamente de la antigua orden y tratan de probarlo por medio de sus reglas internas, enseñanzas secretas y otros documentos. Según Foraisse, la masonería nació en Egipto y Moisés comunicó sus enseñanzas a los hebreos, Jesús a los apóstoles, y por este camino llegaron hasta los templarios. Todas estas invenciones necesitan los templarios parisienses para apoyar su pretensión sin que las apoye la Historia, pues todo este artificio se tramó en el Capítulo superior de Clermont al amparo de los jesuitas, que por entonces contaban con el favor de los Estuardo». Mientras tanto, los legítimos caballeros templarios habían eludido durante cinco siglos toda indagación y celebrado reuniones trienales en Malta. Se reunían en número de trece y acudían de diversos países previa convocatoria del Gran Maestre. Se dice que en estas reuniones se trataba de los destinos políticos y religiosos de las naciones, pues entre los reunidos había algunas testas coronadas.
A propósito de estos supuestos sucesores, no deja de ser gracioso cómo el mismo Gerard de Séde cuenta que fue invitado a la recepción de un templario. Su curiosidad llegó al límite cuando se enteró del nombre del “novicio”: don Jaime de Mora y Aragón, el mismísimo hermano de la reina de Bélgica. Gérard de Séde acaba su relato con estas palabras: «No escupió sobre la cruz. Sobre el whisky tampoco».
Nunca sabremos con exactitud qué fue en realidad la orden de los templarios, pues el velo del misterio rodeó, ya desde su principio, a tan insólita orden. Ante tales circunstancias, es fácil dejarse llevar por la fantasía o por el afán del descubrimiento sensacionalista que aporte alguna «luz» sobre el tema (amén de percibir sustanciosas ganancias vendiendo a buen precio libros que resultan no ser tan «esclarecedores»).
La verdad es que no se sabe muy bien la relación que pudo existir entre los ashashins del Viejo de la Montaña y los templarios[6], ni tampoco las verdaderas intenciones que impulsaron a Felipe el Hermoso en su persecución contra el Temple. ¿Primaba en él el deseo de una Francia más sólida y pretendió aunar el poder en su persona? ¿Fue hábilmente «manejado» para impedir la expansión de ciertas ideas que podrían haber resultado peligrosas para ciertas gentes? ¿Fue sencillamente el rencor personal de que los templarios se hubieran negado a admitirlo en el seno de la orden? ¿Es que jamás pudo olvidar que en una ocasión le salvaron la vida durante una revuelta popular? ¿…? Tampoco se conoce lo que revelaron al papa Clemente V los 72 templarios que él mismo interrogó en Poitiers; las minutas de estos interrogatorios están, aún hoy, en los archivos secretos del Vaticano. Solo se sabe que, a partir de este momento, Clemente V cambió radicalmente de actitud y se declaró abiertamente contra los templarios. También es un enigma si Colón conocía, a través de mapas de la orden, la situación exacta del continente americano; lo cierto es que llevó grabadas en sus velas el símbolo por excelencia del Temple: cruces rojas de brazos iguales potenzados. ¿Y el tesoro de los templarios? ¿Está en Gisors?
Podríamos seguir jugando a los enigmas durante horas enteras, elucubración tras elucubración, si no fuera porque tal no conduce a nada. Lo que sí parece cierto es que los templarios fueron el origen de las cofradías. Necesitaban obreros cristianos en sus lejanas encomiendas y los organizaron de acuerdo con su filosofía, dándoles una regla llamada «deber». Estos obreros, que no llevaban espada, vestían de blanco; sin embargo, participaron en las cruzadas edificando en el Medio Oriente formidables ciudades según lo que se llama en arquitectura «aparejo de los cruzados». Allí adquirieron métodos de trabajo heredados de la Antigüedad que sirvieron en Europa para levantar las iglesias góticas[7]. Y no solo levantaron monumentos que desafiaban al horizonte: también conservaron y propagaron los conocimientos y los principios de la virtud, reunidos siempre secretamente y riendo las locuras de su siglo y de su tiempo. Las acusaciones, las torturas, las confesiones, las retractaciones, la entereza frente a la hoguera, el mito, la leyenda… ¿qué hay de verdad en todo esto?
Posiblemente, lo más verídico acerca de los templarios sea la lenta gestación de un sueño; el sueño de una sinarquía universal expandida en todo el mundo, basada en tres aspectos: un solo pueblo, un solo monarca y un solo pontífice. Para ello era necesaria una federalización de todos los Estados europeos, que serían regidos por un gobernante elegido de acuerdo con los principios de la ley divina; y en lo concerniente a la religión, un solo pontífice aunaría las tres grandes formas religiosas: judaísmo-cristianismo-islamismo. Pero en eso se quedó. Un sueño. Un sueño que alumbró en las noches de todas las épocas a los hombres de mirada abierta, siendo transmitido oralmente, de mano a mano, de corazón a corazón. Siempre presente y siempre escondido. Un sueño que está entre nosotros y nos guía en la oscuridad, que hace valiente al temeroso y al débil lo convierte en fuerte. Un sueño, en suma, que solo precisa ser soñado con verdadera fuerza para despertar de nuevo.
Bibliografía
Los templarios. Regine Pernoud. Buenos Aires, 1981.
Historia universal. César Cantu, Barcelona.
Disertaciones históricas del Orden y Cavallería de los Templarios. D. Pedro Rodríguez Campomanes. Madrid, 1757.
Apología de los templarios. J. M. Plane. Barcelona, 1986.
La mística solar de los templarios. Juan G. Atienza. Barcelona, 1983.
El enigma de los templarios. Vignati/Peralta. Barcelona, 1975.
Los templarios están entre nosotros. Gérard de Séde. Barcelona, 1985.
Isis sin velo. Helena P. Blavatsky. Barcelona, 1985.
Notas
[1] Hay historiadores que afirman que Fulco d’Angers se unió al grupo en el año 1120 y Hugo I en el año 1125. También hay otros historiadores que difieren en los nombres de los acompañantes de Hugo de Payns.
[2] La planta de las pagodas de Madur y Benarés tienen forma de cruz de brazos iguales entre sí.
[3] En sus estatutos secretos (primera parte, artículo 8) se lee: «la Iglesia del Cristo verdadero en tiempos del papa Silvestre». Silvestre II, antes llamado Gerbert d’Aurillac, fue un alquimista que aún no se sabe muy bien cómo alcanzó a sentarse en la silla de san Pedro. Según la tradición, llegó a poseer una cabeza parlante que más tarde llegaría a manos del franciscano inglés Roger Bacon, y de ahí a las de Alberto el Grande, el célebre ocultista alemán que fue profesor de Santo Tomás de Aquino en la Sorbona. Cuando murió Gerbert, el papa maldito, su cuerpo fue descuartizado y puesto en un carro tirado por bueyes para enterrarlo allí donde los animales tuvieran a bien detenerse; los bueyes se detuvieron delante de la iglesia de Latrar y allí se le dio sepultura.
[4] Hay aquí un hecho curioso: si la orden era culpable y se imponía su disolución, ¿no eran culpables, entonces, todos los miembros de la orden? Y si se admitía que algunos eran inocentes, ¿por qué disolver la orden?
[5] La ordenación templaria data tan solo de los años 1735 a 1740, y siguiendo sus tendencias católicas, establecieron su residencia principal en el colegio de jesuitas de Clermont, en París, por lo que se le denominó rito de Clermont.
[6] Los ashashins eran una fuerza de choque que servía para proteger el asentamiento de centros de cultura fatimita en los que se desarrollaba el estudio de una ciencia universal y sincrética, imperando el principio de la religión única por encima de los diferentes credos religiosos.
[7] En París, los cofrades vivían dentro del recinto del Temple o en el barrio vecino, donde disfrutaban de franquicias, y que siguió siendo durante 500 años el centro de los obreros iniciados.
Créditos de las imágenes: Carlos Felipe Ramírez Mesa